Cuando éramos adolescentes, o aún en nuestros veintes, todos temíamos llegar a los treinta. Pensábamos que, a esa edad, teníamos que haber cumplido ciertos estándares de la sociedad, como estar casados, tener hijos y tener una carrera respetable. O peor aún, pensábamos que, al llegar a los treinta, ya éramos considerados viejos. La sociedad ha creado esta mentalidad de que al llegar a los treinta, ya teníamos que haber sentado cabeza y sólo tener una familia y trabajar. No había más.